Ayer tuvimos función escolar. Pensábamos que estas navidades íbamos a librarnos (no por no ver a la niña hacer cabriolas, sino por no coincidir con la madre), pero las extraescolares son traicioneras. Y hubo función escolar. Y, con la función escolar, un numerito circense.
Después de la actuación (de la niña, pero también de la madre), tomamos unas copas con mis suegros y nos fuimos a recoger la compra. Mi chico la colocaba mientras yo le daba palique. Y entre unas cosas y otras, reflexionábamos. Reflexionábamos sobre el percal que tenemos, que no es pequeño.
-Y encima cuando la miro me da pena -me decía él.
-Pues a mí me dan ganas de atarla sobre un caballo psicótico y mandarla hacia un granero en llamas -pensaba para mí y sin verbalizar, claro.
Seguimos hablando y salió el tema de lo que hay que sacrificar para criar a un hijo, de las cosas a las que hay que renunciar, del coste profesional, del coste emocional y de lo justos o injustos que somos a la hora de valorar unas y otras.
-A mí no me importaría cobrar menos sueldo y tener el derecho de criar a mi hija en igualdad de condiciones -dijo mi chico.
Cuando tenemos hijos, las mujeres siempre hablamos del coste profesional que implica para nosotras y del sacrificio de nuestra carrera. Al hilo de este tema surgen varias cuestiones: la conciliación familiar; la igualdad de oportunidades laborales; las reducciones de jornada, diferencias salariales… Cuestiones sobre las que todavía queda mucho por hacer, sin duda. Sin embargo, no vemos el sacrificio de la otra parte, que hace frente a un coste emocional.
Tener la oportunidad de criar a un hijo es un regalo y supongo que en eso estarán de acuerdo la mayor parte de los padres y las madres. Vivir cómo tu hijo comienza a hablar es un regalo; enseñarle a andar es un regalo; poder cambiarle los pañales, bañarlo… Calmarlo cuando llora,… Todo eso es un regalo. Unas vivencias que nunca vuelven. Todas con un valor emocional altísimo.
En un país en el que se nos llena la boca en la lucha por la igualdad, resulta que los padres tienen que dejarse los pelos en la gatera para poder criar a sus hijos en igualdad de condiciones. Habrá quienes no quieran cuidarlos, por supuesto, pero hay muchos que sí quieren. La mayoría quiere. Y para conseguirlo tienes que pasar por una auténtica gymkana judicial.
La lucha que se establece entre padres y madres tras un divorcio no es porque ninguno de los dos quiera a sus hijos o no quiera cuidarlos, sino precisamente porque los dos saben la importancia de estar ahí y compartir y vivir esos momentos. Todavía no he visto una lucha entre dos progenitores porque los dos quieran tener todo el tiempo del mundo para dedicarse a su vida profesional y colarle el niño al otro.
Ante esto me pregunto: ¿tan difícil de entender es que un padre quiera criar a su hijo? ¿Tan difícil es de entender que un padre quiera verle crecer, hacerle las coletas, plancharle la ropa, salir pitando al cole por las mañanas, cambiarle las sábanas cuando se haga pis a media noche, enfadarse cuando dos minutos antes de salir de casa se haya tirado el desayuno encima o cuidarlo cuando esté enfermo?
¿Tan difícil es creer que esto se debe al amor que se siente por un hijo y no a una cuestión económica? ¿Por qué lo vemos normal en una madre y no en un padre? ¿Por qué vemos normal que una madre quiera cuidar a sus hijos porque les quiere y no por tener una pensión, pero no vemos normal que un padre quiera cuidar a sus hijos porque les quiere y no por no pagar una pensión?
Parece ser que sí, que es muy difícil porque debe ser que un hombre no puede tener esos sentimientos, porque igual que las mujeres tenemos que aceptar un coste profesional por la maternidad, el hombre tiene que aceptar un coste emocional por la paternidad.
Hace tiempo, hablando sobre lo rápido que estaba creciendo la niña, le pregunté a mi chico si le daba pena pensar que ya no volvería a ser un bebé, y me respondió que no. Que mira atrás y le produce nostalgia, pero no pena porque sabe que ha pasado con su hija todo el tiempo que ha podido y más; porque la ha cuidado, la ha alimentado, la ha bañado, le ha preparado los biberones a media noche… todos los días. Todos. Todos. Desde que nació hasta que decidieron separarse. Su madre por las mañanas y él por las tardes. Y eso le produce mucha tranquilidad y satisfacción porque ha tenido la oportunidad de criarla.
Sin embargo, a pesar de eso, ahora lucha por recuperar ese derecho y esa oportunidad. Por poder estudiar con ella por las tardes. Por enfadarse cuando hace alguna trastada. Por poder ir a su cama cuando tiene pesadillas y traerla a la nuestra, hecha una bolita, y con los ojos más bonitos que he visto nunca. Y lo lucha todos los días. Todos. Todos.
¿Tan difícil es de entender?
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