Hoy quiero hablar sobre las discusiones y el perdón. En los últimos tiempos hablo mucho sobre las discusiones. Hace unas semanas os contaba mi experiencia sobre la resolución de conflictos con mi hijastra; qué cosas funcionaban y cuáles no. Hoy vuelvo a la carga porque, si algo hay en la casa de casi cualquier familia reconstituida donde hay niños que sufren alienación parental o conflicto de lealtades o ambas cosas, es conflictos de convivencia. Y si algo hay en la casa donde alguno de sus miembros se acerca a la adolescencia, es conflictos de convivencia. Y si tienes la suerte de tener el combo… sabrás que hay días que te dan ganas de irte y no volver.

Creo que ya he contado en alguna ocasión que nuestro hijo y su hermana discuten mucho. Eso es algo que prácticamente cualquier familia con más de un hijo ha experimentado y, probablemente, casi todos los que tenemos hermanos, también. En este caso, aunque hay bastante diferencia de edad, las circunstancias de cada uno hacen que no nos escapemos de estas discusiones entre hermanos. Y aunque se adoran, a ratos también se odian. ¿Os suena?

Una discusión entre hermanos y un perdón

Hace unos fines de semana me desperté con una discusión. Eran las 9 de la mañana y el día apuntaba maneras. En esta ocasión, la responsable principal del conflicto era mi hijastra. Estaba mi marido intentando poner orden, pero salí del dormitorio con los brazos en jarras porque hay pocas cosas más desagradables que despertarte un sábado con gritos. Así que me metí y terminé discutiendo con ella de la manera en la que siempre digo que no hay que discutir. ¿Qué conseguí con eso? Le di la oportunidad de estar en su salsa porque si hay una situación que controla y en la que se siente especialmente cómoda, es en las discusiones.

Ella se fue a su dormitorio y yo me tomé el café con mal cuerpo y sabiendo que no lo había hecho bien. Llevaba razón, pero no supe gestionarlo y mi mala gestión derivó en tres cosas:

Una, que ella se sintiera mal.

Dos, que se victimizara por algo en lo que no llevaba razón.

Tres, que yo entrara en un enfrentamiento con ella, algo que evito porque eso se lo dejo a su padre.

Así que, a medias del café, fui a su dormitorio a hablar con ella. Me metí en su cama y lo primero que hice fue pedirle perdón. Creo que no he visto una cara de mayor asombro en la vida. Se quedó flipando y totalmente descolocada. No era un perdón estratégico porque yo supiera, como así era, que su reacción iba a ser más o menos esa, sino un perdón sincero porque no estaba orgullosa de cómo había gestionado la situación. Pero ese perdón desbloqueó cualquier reticencia suya y dio pie a que hablásemos.

Primero le expliqué por qué le pedía perdón. Le dije que no había reaccionado bien y que no era la forma en la que solía explicarle que había que afrontar las discusiones. Le dije que entendía que si yo no discutía con calma, ella tampoco lo hubiera hecho. También le expliqué que pedir perdón es algo sanador para la persona a la que le has hecho daño como para ti mismo.

Ya con más calma y con toda su atención, le expliqué qué era lo que me había molestado y le pregunté por lo que le había molestado a ella. Intenté validar sus emociones porque yo también me siento desbordada muchas veces (como esa, por ejemplo) y la comprendo, pero también intenté marcarle unos límites y unas pautas.

Terminamos abrazándonos y me dijo al oído con sorna:

-Menos mal que casi nunca te pones como la Señorita Rottenmeier…

Y, acto seguido, fuimos a hablar con su padre, que había visto la discusión con mucho dolor y desconcierto, y le explicamos lo que habíamos hablado. A partir de ahí, retomamos la normalidad como si nada hubiera pasado: desayunamos, preparamos los bártulos y nos fuimos a la excursión que teníamos planificada.

¿Por qué os cuento esto? Porque muchas veces estamos tan tan tan desbordadas que preferimos seguir hacia adelante aunque nos hayamos equivocado. Y estamos tan tan tan dolidas por tantas cosas que vamos acumulando que lo último que pasa por nuestra cabeza es pedir perdón aunque nos hayamos equivocado. Pero, al final, nuestros hijastros son igual que cualquier otra persona (amigos, pareja…) a quien, en un caso similar, pediríamos perdón. ¿Por qué no hacerlo con ellos aunque la mochila esté tan cargada?

Yo sabía que ella no tenía razón en esta ocasión y que había provocado un conflicto innecesario con su hermano por el simple hecho de querer imponer su voluntad, pero mi gestión como adulta fue nefasta.

Primero, me metí en lo que estaba gestionando mi marido. Mal. Fatal.

Después, monté un pollo tremendo porque ya me desperté enfadada. Peor.

Y por último, conseguí lo contrario a lo que pretendía: en vez de que se diera cuenta de que no lo había hecho bien, se sintiera una víctima de una situación en la que no lo era.

Sé que pidiéndole perdón por algo que sabía que yo había hecho mal conseguí muchas más cosas, entre otras mi objetivo inicial: hacerle entender lo que ella no había hecho bien. Pero, sobre todo, enseñarle que pedir perdón no es humillarse ante el otro, sino reconocer un error y un punto de partida para solucionar un conflicto cuando nos equivocamos porque todos nos equivocamos muchas veces.

¿Lo pondrá en práctica? Algún día, seguro.