Hoy voy a hablar de alienación parental. Intento no tocar estos temas porque siempre son controvertidos. Prefiero que cada uno saque sus conclusiones, pero hay veces que sientes tanta rabia y tanto asco, que te parece una injusticia no contarlo. Quizás sea porque, en el fondo, piensas que contarlo va a servir de algo, y que merece la pena el arrepentimiento que llega unos días después.

De todos modos, creo que es necesario visibilizar esta cuestión. Lo haré sin nombrar la palabra «síndrome», que es lo que, parece ser, crea controversia (ya se sabe que hay ocasiones en las que la semántica se vuelve meridiana, como si nos importase algo llamar a la cosas por su nombre). No obstante, vamos a obviarlo. Total, el resultado es el mismo.

Como sabéis, desde hace un tiempo, la niña tiene comportamientos extraños cuando coincide con su padre y su madre. Es algo que traté en «Carta a su madre: te presento a tu hija». Sin embargo, nos hemos dado cuenta que eso también ocurre en los días del intercambio de vacaciones. Y no cuando están juntos, sino antes.

El día del intercambio de vacaciones

De un tiempo a esta parte, cuando bajamos del coche en los aledaños a la casa de su madre, la niña ya no quiere darnos la mano. Se muestra esquiva, nos da manotazos, se escabulle si intentamos cogerla… Hasta ese momento está normal: habitualmente vamos con música, cantando, deseándole que lo pase bien, y ella se muestra contenta. Pero, en cuanto pone un pie en la calle de al lado a la casa de su madre, se convierte en otra niña.

No exagero si os digo que, cada vez que veo eso, tengo una sensación similar a la que supongo que tendría si me dieran una patada en el estómago. Siento rabia, impotencia y mucho dolor, sobre todo por su padre porque supongo lo que debe sufrir al ver a su propia hija así. Sé que lo pasa mal, aunque me diga que no, que está acostumbrado (no te creas que me engañas). Además, siento una desorientación absoluta porque me pregunto qué podemos hacer, si no podemos hacer nada, si da igual lo que hagas o lo que digas. No importa.

Sin embargo, lo que más me duele de esto es la reacción de los demás cuando explicas lo que estás viviendo. ¿Habéis tenido alguna vez una pesadilla en la que intentáis desesperadamente pedir ayuda y no os entienden? ¿Te desgañitas y quienes tienes enfrente no reaccionan, se ríen de ti, te dicen que eso no es un problema o que mientes? Pues en este caso siento lo mismo. Creo que eso es lo más doloroso: la incomprensión, la cegadez y la ignorancia funcional que hay en la sociedad respecto a esta cuestión. 

 

Sobre la alienación parental

No sé si la hija de mi pareja sufre alienación parental, maltrato al menor, abuso infantil o cualquier otro término alternativo para referirse a a este tema. Lo único que sé es que tiene miedo y sufre. Tiene miedo de mostrar sus sentimientos delante de su madre. Tiene miedo de cogerle la mano a su padre cuando está cerca de casa de ésta; tiene miedo de hablar con él por teléfono cuando está con su madre (en ocasiones hasta le insulta); tiene miedo de decir que le quiere; tiene miedo y sufre porque mamá está muy triste cuando no está con ella; tiene miedo de no seguir la corriente. Tiene miedo de aceptar que sí, que mamá dice cosas feas y malas de papá (como me dijo en una ocasión, regañándome, mientras le leía un cuento: «¡No! Quien hace esas cosas malas es un señor porque si fuera una señora, entonces sería mamá»).

En definitiva, tiene miedo a hacer daño con sus sentimientos, como si una niña de cinco años tuviera que preocuparse de eso.

 

Paradojas sociales ante el maltrato

Pero aquí estamos, en una sociedad en la que se reconocen los efectos perniciosos de situaciones como el mobbing, el bullying o la violencia de género y que lucha abiertamente contra ellos, como no puede ni debe ser de otro modo. Y que es esa misma sociedad que, paradójicamente, no quiere reconocer que manipular y machacar constantemente a un niño con mensajes negativos sobre su padre o su madre puede herirle, puede entristecerle, puede hacer que se sienta culpable o desleal con alguno de los progenitores; o puede hacerle rechazar a su padre o su madre para siempre.

Ese comportamiento asqueroso, repugnante, miserable y reprobable en toda su extensión, puede, en definitiva, llevarle a intentar sobrevivir a esa situación como buenamente pueda. Para que así, a costa de su felicidad, su libertad y su incapacidad para dar un golpe en la mesa y mandar todo a paseo, sea feliz ese otro progenitor que, con su ignorancia, egoísmo, irresponsabilidad y falta de escrúpulos, está arrasando la infancia de sus hijo.

Y sí, supongo que puedes llegar a creer que, quizás, esa felicidad y esa lealtad a mamá pasan por no darle la manita a papá cuando ella pueda verte. O por llorar sin parar mientras esté tu madre delante hasta que se gire, se aleje unos metros y ya puedas abrazar a tu padre, jugar con él y decirle que le quieres. Así es la inocencia de un niño.

Se llama maltrato

A veces pienso que si mi chico se comportase con su hija (y con su exmujer) como hace su exmujer con él y con la hija que tienen en común, haría tiempo que habría salido corriendo despavorida. Le tendría miedo. Le consideraría un maltratador. Y no habría iniciado, ni estaría manteniendo, una relación con él.

Pero, en este caso lo hace ella, la madre, y cuando cuento el 10% de lo que nos ocurre (porque no puedes contarlo todo), lo que me dicen las personas de mi entorno, o se queda con ganas de decirme, viene a ser: «A otro perro con ese hueso», «¿No te tendrá sometida?», «¿No te estará manipulando?».

¿Por qué no me creen? Porque critico y denuncio el comportamiento de esta madre, el comportamiento de alguien a quien la sociedad le presupone una actitud intachable por el simple hecho de haber parido. Como si ser madre o padre cambiara la esencia de las personas; como si alguien sin principios, comenzara a tenerlos por haber tenido un hijo. No les culpo. Yo también opinaba así antes de vivir esto y de hablar con otras personas en la misma situación.

Pero, ¿sabéis qué os digo? Que me da lo mismo lo que piensen quienes no quieren ver más allá; quienes todavía valoran o empatizan en función de lo que tenga entre las piernas el progenitor, perdonad la vulgaridad. Me merecen el mismo respeto que quienes deciden sus actos en función del color de la piel, la orientación sexual o la clase social del otro: ninguno. Pero me apena que no se coja este toro por los cuernos y que sigamos inmersos en esa estupidez funcional que nos hace girar la cara ante un maltrato meridiano amparándonos en si le llamamos alienación parental, maltrato infantil, abuso infantil o malmeter (muy lejos este último concepto, por cierto, de lo que en realidad es esta situación). Como si la semántica cambiara el fondo del asunto.

Le llames como le llames es maltrato; un maltrato en el que, en esta ocasión, las víctimas sí son los más débiles: los niños.  

Hoy tengo muchas ganas de llorar.