Querida SuMadreQueSoyYo:

El otro día vivimos una sesión de insultos. Mejor dicho, la vivió el padre de tu hija, que es quien se tiene que enfrentar a estas situaciones. Lo que en principio era una situación que íbamos a aprovechar para que la niña viera que entre sus padres hay respeto, cordura, unión y, sobre todo, cariño hacia ella, se convirtió en una situación en la que se le hizo un daño que difícilmente vamos a poder reparar. Un daño que se podría haber evitado y del que, como creo que sabes y eres consciente, eres la única responsable. Pensándolo bien, no sé si prefiero que seas consciente o inconsciente.

Lo que ocurrió el otro día en el médico, tus gritos, tus insultos, tus amenazas, así como las de tu familia, al padre de tu hija, solo han conseguido ahondar más en su herida. Me pregunto si, durante el espectáculo que protagonizasteis ante los doctores y el resto de pacientes, te paraste a pensar en la irresponsabilidad que estabas cometiendo.

Hace tiempo que asisto asustada y perpleja al hecho de que una madre ponga por delante de los intereses de su hija los suyos propios; que dé rienda suelta una y otra vez a sus apetencias, caprichos y necesidades más bajas e intestinas, dejando de lado las necesidades, intereses y libertad de su hija. No asisto perpleja a esto porque seas una madre o porque a una madre se le presupongan una serie de características, porque cualquier ser humano con un mínimo de inteligencia y sentido de la responsabilidad, es consciente de que ese tipo de comportamientos, solo pueden dañar a quien, a priori, más quiere. Es simplemente una cuestión de empatía.

El otro día estabas tan centrada en hacerle elegir a tu hija entre su padre y tú, en tener una presencia absoluta en la escena, en colapsar y protagonizar todos sus momentos, que te perdiste una cosa: las miradas a su padre. Y las miradas de tu hija, con esos ojos tan bonitos y tan expresivos que tiene, eran de absoluta tristeza y desolación. El sentimiento que, supongo, debe sentir una niña de seis años que adora a su padre y, sin embargo, no tiene libertad para darle un beso o hablar con él cuando su madre está delante.

El otro día estabas tan volcada en tu discurso contra el padre de tu hija, en tus gritos, en insultarlo, atacarlo y criminalizarlo, que te perdiste nuevamente la misma cosa: la mirada de tu hija que, ante la sonrisa de su padre, le miraba con una tristeza y un vacío desoladores.

El otro día tu hija, con los ojos, tuvo que disculparse con su padre ante una situación que se podía haber evitado y de la que no era responsable. Una herida que a él y a los que estamos a su alrededor nos costará sanar, pero no tanto como le costará a vuestra hija, quien probablemente nunca olvide el día en el que su madre increpó, insultó y amenazó a su padre ante un equipo médico tan maravilloso como perplejo por la situación.

Probablemente volvieras a casa arropada por tu familia, quien no me cabe duda alguna, como vienen haciendo desde el principio, te felicitó por la actuación y te animó a seguir por ese camino. Nosotros no volvimos igual de felices. Volvimos llorando y derrumbados. Y no por los insultos, ni por las amenazas, ni por los gritos, ni por las culpas… sino por las miradas de ella.

Porque, mientras tú estabas pendiente de vengarte y dejar constancia de lo malvado, horrible y maltratador que es tu exmarido, tu hija miraba a su padre desde el dolor de comenzar a darse cuenta de lo que estás haciendo con él. Le miraba de la misma forma que probablemente te mirará a ti en unos años: desde el dolor de comenzar a darse cuenta de lo que estás haciendo con ella.

El otro día, una vez más, ganó el odio al amor. La ignorancia a la inteligencia. La irresponsabilidad a la responsabilidad.

El otro día, una vez más, nos dimos cuenta de que vamos a luchar por ella hasta el final. Sin descanso y a pesar de todo. Hasta el final.