Querida «Su madre que soy yo» (como te gusta autodefinirte):

Te escribo esta carta con la esperanza de que, en algún momento, llegue a tus manos y la leas, la leas con los ojos y, sobre todo, con el corazón de una madre.

Sé que tu hija es lo que más quieres en el mundo. No puede ser de otro modo. La querías incluso antes de verla por primera vez. La quieres porque la esperaste muchos años, porque la llevaste dentro de ti nueve meses; porque durante ese tiempo respiró tu oxígeno, se alimentó de lo que tú te alimentaste, dio patadas cada vez que comías chocolate y, ahí dentro, creció escuchando tu voz y la de quienes te rodeaban. Probablemente nunca olvidarás la primera vez que la escuchaste llorar ni el calorcito que desprendía cuando la ponías sobre tu pecho, ese calorcito que su padre, tan entregado y maravilloso, todavía recuerda intensamente años después.

Ahora, cinco años más tarde, la mimas porque es tu hija, perdonas sus pataletas porque es tu hija y, porque es tu hija, te preocupas por ella y pasas noches sin dormir cuando está malita. Es más, se te cae la baba en las funciones del colegio, como no puede ser de otro modo, porque es tu hija. Y, por ese mismo y único motivo, porque es tu hija, estás unida a ella por un vínculo indestructible.

Créeme que, desde la distancia biológica, entiendo lo que puedes llegar a sentir porque, aunque tú no lo creas, yo siento algo parecido. Yo también la mimo, también le perdono sus pataletas y me preocupo por ella. Es más, acompaño a su padre en las noches en vela cuando está malita y en esos momentos no dudaría en cambiarme por ella y sufrir yo ese malestar, como es posible que también desees tú. Además, también se me cae la baba cuando veo cómo aprende a leer o cuando ensaya el baile de la función del colegio. Y probablemente, al igual que tú, también me quito horas de sueño para hacerle sus disfraces.

Con el paso del tiempo ha conseguido que me explote el corazón cada vez que viene a darme un abrazo; y que me duela el alma cuando la veo llorar. Ha conseguido que no me importe que los fines de semana me despierte antes de las 7 de la mañana con la retahíla de: «Vamos a dibujarnos cositas en la espalda»; y que disfrute leyéndole, una y otra vez, el mismo cuento antes de dormir. Tanto ha conseguido que, con el beso de buenas noches, también le digo que la quiero («millones de barbaridades», concretamente, porque así es). Es más, me atrevería a decir que el peor día del mundo es menos malo con un beso suyo.

Como ves, tenemos en común muchas cosas, pero hay otras muchas que nos diferencian. Yo no la he llevado nueve meses en mi vientre, no la he alimentado mientras tanto ni ha respirado el mismo aire que yo. Tampoco la he parido, ni la he amamantado, ni traigo ese vínculo de serie, o de naturaleza, que traes tú. Sin embargo, a pesar de eso, la quiero mucho (digo «a pesar» porque crear ese vínculo afectivo sin haber parido a un niño no es nada fácil, te lo puedo asegurar). Por eso, puesto que quiero a tu hija y tú la quieres, me duele y me sorprende que todo esto, muy lejos de calmarte, sea un motivo de odio y reprobación.

A pesar de que paso con ella el mismo tiempo que tú, nunca he tenido la oportunidad de compartir contigo lo que siento por tu hija (probablemente te traiga sin cuidado) ni lo que ella siente por su padre y por mí. Desafortunadamente, las veces que nos hemos encontrado tu papel de exmujer siempre se ha impuesto al de madre. Sin embargo, lo cierto es que, aunque ahora solo puedas verme como la novia de tu exmarido y una vía para seguir haciéndole daño, lo único que nos une a ti y a mí, y que nos unirá más allá de la relación que yo tenga con el (magnífico, por cierto) padre de tu hija, es el amor que las dos (una por darle la vida y otra por ayudarle a vivirla) sentimos por ella.

Espero que alguna vez puedas leer esta carta y entiendas que no he venido aquí a sustituirte y que no es necesario que pongas, una vez más, a tu hija en la tesitura de elegir, en esta ocasión entre tú y yo, porque no somos excluyentes, sino complementarias (como también sois complementarios su padre y tú). Espero que esta carta te ayude a vivir más tranquila y a ser más feliz (o menos infeliz, como tú prefieras); que te abra los ojos y el corazón para que seas más generosa con ella y le des la oportunidad de querer a los demás sin miedo a que mamá se ponga triste, y dejar que la quieran; que sirva de empujón para que puedas avanzar y apartar el odio, el despecho y el resentimiento que ahora te invaden para que, entre los tres: tú, como una gran madre que, estoy segura, puedes ser; su padre, como el gran padre que, como cada día compruebo, ya es; y yo, que todavía estoy aprendiendo, pero que tengo muchas ganas de hacerlo bien, logremos que tu hija (vuestra hija) tenga la infancia que merece.

«La infancia es el espacio que habitas el resto de tu vida”. Rosa Montero, periodista y escritora. 1951.

 

Firmado: «Esa que la cuida», como te gusta definirme (siempre con desdén).