Estas vacaciones ha ocurrido, por primera vez, algo que no barajaba. No es que creyera que no podía ocurrir, sino que el hecho de que no hubiera ocurrido me hacía pensar que era algo intocable. Una vez más he comprobado no hay nada intocable.

La relación de mi hijastra con nuestro hijo, su hermano, siempre ha sido muy buena. Lo adora. Se adoran. Aunque en un principio se le escapaba hablar de él durante las llamadas de su madre y se veía en situaciones comprometidas como no saber si referirse a él como «mi hermano» o por su nombre, poco a poco ha ido perfeccionando la técnica para hacer como si no existiera.

Además, la madre suele aprovechar las llamadas para reforzar el mensaje del incordio que es el hermano: si llora, porque les impide hablar con tranquilidad; si es la hora de dormir, porque le interrumpe que vaya a darle un beso; si está jugando con él, porque no le presta atención plena a ella… En definitiva, le recuerda que «ese bebé que convive con ella», como se refiere SMQSY a nuestro hijo, interfiere en esa burbuja que ha fabricado para ellas dos.

A pesar de eso, todavía mantenía la ilusión por hablar con él cuando estaba de vacaciones con la madre. El niño empezaba a decir sus primeras palabras y le poníamos el teléfono. A ella se le notaba emocionada y feliz. Incluso preguntaba por él, de hecho, raro era el día que no lo hacía.

Conflicto de lealtades: su hermano tampoco existe ya

Sin embargo, estas vacaciones han supuesto un punto de inflexión en este sentido y, durante los quince días que ha estado con su madre, no ha preguntado por él ni una sola ocasión. Se lo hemos pasado en dos ocasiones para ver qué tal. La primera vez, al inicio de vacaciones, se la notó emocionada; y la última, a finales, ya no se atrevía a hablar. Estaba distante, cortante, seca. Ni se reía, ni interactuaba con él.

Esto, que puede parecer una tontería, ha sido muy significativo porque a veces yo tenía la sensación de que la relación con su hermano era intocable. También es cierto que, durante estas vacaciones, la hemos notado más incómoda durante las llamadas; huidiza; cortando rápidamente o diciendo que no nos podía atender porque estaba con su madre y tenía que aprovechar el tiempo. Tampoco se atrevía a responder preguntas simples como: «¿Dónde estás?», remitiéndonos a su madre para saber ese dato. Todo muy normal, como veréis.

¿Y cómo llevo yo este «rechazo» a su hermano?

Estas vacaciones han sido duras para mí en ese sentido. Las llamadas siempre me trastocan y siempre me duele ver cómo despacha a su padre o le suelta alguna impertinencia cuando está la madre al lado, como si fuera un perrito que está esperando la caricia o una galleta del dueño cada vez hace algo que sabe que a este le agrada.

Sin embargo, esta vez ha sido muy doloroso porque ha obviado directamente a su hermano y eso me ha hecho plantearme muchas cosas. En primer lugar, el dolor es inevitable porque nosotros le hablamos todos los días a él de ella; nos encargamos de que la tenga presente. Y, sin embargo, en esta ocasión, al otro lado solo hemos visto indiferencia.

Sabemos, o queremos creer, que todo esto se debe al conflicto de lealtades que tiene y a la ausencia de permiso emocional por parte de la madre para manifestar sus sentimientos hacia nosotros. Quizás también se deba al sentimiento que nos dice su psicóloga que tiene en cuanto a que da por garantizado el amor incondicional de su padre, pero no el de su madre, que depende, según siente la niña, de que la madre vea que rechaza al padre, como ella. No lo sé.

El caso es que no no puedo evitar enfadarme. Me llevan los demonios. Siento rabia, impotencia, frustración, pena… Veo a nuestro hijo, tan chiquitín y sin culpa de nada, y me duele pensar que teniendo una hermana no vaya a disfrutarla. También me duele no poder darle otro hermano en un intento de «garantizar» que va a tener a alguien a lo largo de su vida, más allá de nosotros. Aunque eso no tiene por qué ser así en ningún sentido. Es decir, no tiene por qué perder a su hermana ni tiene por qué tener una relación perfecta con otro hermano. Pero no puedo evitar tener la sensación de que, al final, esto también va a terminar pasándole factura a él.

El otro día, cuando colgamos el teléfono, empecé a decir que si le iba a decir esto o lo otro (lo que, según la psicóloga, no debemos hacer); que si le iba a contar cómo nos sentimos con su actitud, que si tal o cual… Al final, pasado ese momento, todo se calma y vuelves a esa «normalidad» tan anormal y esperpéntica en la que a veces vivimos y decides seguir las indicaciones que te dan porque, al fin y al cabo, solo tienes delante a una niña de 9 años que lleva sobre sus hombros la terrible carga de ocultar lo que realmente sabemos todos: que adora a su hermano y también a su padre.

Si hay algo que no he podido conseguir a lo largo de estos años ha sido ajustar mis expectativas. Quizás ahí esté la solución a todo.