Recuerdo que cuando empecé a implicarme más en este asunto de la madrastridad, veía muchas madrastras, en situaciones parecidas a la mía, que estaban destrozadas. Todas llevaban años aguantando el divorcio de alta conflictividad de sus parejas.

Recuerdo también que yo, desde la fuerza que uno tiene en todos los principios, las veía lejanas y no entendía sus quejas, ni sus comentarios ni esa tristeza que, algunas de ellas, transmitían. Sin embargo, yo me sentía fuerte, tenía alegría, energía y ganas de que las cosas salieran bien. Y no entendía su pasividad ante algunas cosas, ni esa sensación de que estuvieran anestesiadas por dentro, tanto para lo bueno como para lo malo.

Pero lo cierto es que, conforme pasan los años, y llega una denuncia y otra y otra; y tras eso un juicio y otro y otro… Y escritos y contestaciones y recursos… Y tu vida se llena de cadenas de mails interminables, de sesiones con el CAI, de reproches, de problemas diarios… Y ves que esa personita a la que estás criando se va convirtiendo en un soldadito, con sus traumas, sus luchas internas, sus fases madurativas… Y ves que es una víctima, pero se empieza a convertir en un verdugo. Y te rebelas e intentas defenderte, pero de pronto vuelves a darte cuenta de que la cruz más pesada la lleva ella y entonces te sientes mal por no ser más comprensiva y paciente.

Conforme pasan los años, decía, vas sintiendo, poco a poco, que te quedas sin fuerzas, pero no haces caso porque estás metida en ese torbellino de intentar salvar tu familia. Como si salvar a tu familia dependiera solo de ti y como si el 90% de las cosas no estuvieran fuera de tu mano.

Y así, sin hacer caso a las señales, pasa el tiempo hasta que un día te miras en el espejo y ves que tienes la mirada triste y llorosa; y te das cuenta de que te has quedado con tan poquitas fuerzas que da lo mismo que las cosas salgan bien porque cualquier viento que sople, por pequeño que sea, consigue derribarte. Y que lo único que quieres es meterte en la ducha y que te caiga el agua caliente en los hombros mientras se para el tiempo. Entre otras cosas porque el tiempo (la vida) se encarga de recordarte que no estás luchando solamente en esta guerra, sino que llegan otras: enfermedades, problemas familiares… A veces todas juntas. Y resulta que has llegado tan agotada a este punto que ahora no tienes fuerzas para nada más.

Cuando alguna madrastra, cuya pareja vive un divorcio de alta conflictividad, me ha pedido un consejo, siempre he dicho: reserva espacio para ti. Pero hoy me doy cuenta de que reservar espacio no es suficiente. La lucha y el esfuerzo mental que conlleva acompañar a una persona que está en una situación como la que vive mi marido y tantas otras personas es altísimo y supone un desgaste enorme para quienes están a su alrededor. Y la pareja siempre se lleva lo más gordo porque, en esta lucha, generalmente se intenta proteger a los demás: proteges a tus padres y a los suyos para que no sufran. Tampoco lo hablas con tus amigos porque no puedes estar siempre con la misma cantinela, así que te lo comes. Y también lo ocultas porque da vergüenza hablar de ello y prefieres que no se sepa a que te prejuzguen. Pero, mientras tanto, mientras a unos se lo ocultas y a otros los proteges, a ti nadie te protege. Tú estás a la intemperie.

Y así es como una mañana descubres que suena el timbre y te dicen por el telefonillo que hay una carta certificada para tu marido y tiemblas porque piensas que es una nueva denuncia. Y no lo es, es una multa, pero durante un rato estás temblorosa y no puedes controlarlo. Y lo dejas pasar, incluso intentas tomártelo con humor, como todo. Pero es un síntoma de que algo no va bien.

Y también descubres que gritas a tu hijo porque no puedes gritarle a nadie más, pero lo necesitas, necesitas gritar. Y te sientes culpable porque él está pagando los platos rotos. Y te sientes una mala madre.

Y también descubres eso de que la gente que te conoce te llame para decirte: “Oye, hoy tenías la mirada triste, ¿estás bien?”, comienza a ser demasiado habitual. Y te llama uno y otro y otro y te preguntas: «¿Cómo es posible, si estaba súper feliz hoy?».

Y también te planteas mantenerte al margen y no querer saber nada de la situación, pero también te sientes culpable porque estás dejando a tu pareja sola en esto y, al final, a la única persona que puede contarle todo es a ti. Y, por el camino, lo ves cambiar. Ves que esto lo está destrozando y piensas que se está dejando la vida en esto. Y te duele, pero lo entiendes. Tú también te dejarías la vida para salvar a tu hijo.

Y otro día descubres que, desde hace unos días o unas semanas, no sabes bien, te acuestas y te levantas con un nudo en el pecho. Y que, de repente, te pones a llorar y no sabes por qué. O que te despiertas por las noches y eres incapaz de dormir porque cualquier pequeño pensamiento se convierte en un monstruo. Y que solo te calma rezar. Rezar y pedirle a Dios que no te suelte y que te dé fuerzas para aguantar lo que venga y para no olvidar que, a pesar de todo, eres una persona afortunada porque lo más importante, el amor por tu familia y la salud de tus niños y tu marido, siguen intactos.

Y, sí, finalmente llega el día en el que te das cuenta de que el huracán que supone el divorcio de alta conflictividad de tu pareja te ha arrasado entre otras cosas porque, durante todo este tiempo, durante todos estos años, te has olvidado de ti, de estar bien, de cuidar tu salud mental y porque tu prioridad siempre ha sido salvar a tu familia antes que a ti. Salvarla en medio de la carnicería emocional que supone algo así. Porque un divorcio de alta conflictividad con hijos es una carnicería. Es un infierno tanto para quienes lo sufren como para los que estamos a su alrededor y nunca para. Generalmente, cuando crees que ha terminado una cosa empieza otra.

¿Y todo esto que he escrito para qué? Pues para recordar algo que muchas veces olvidamos y que siempre escuchamos en los vuelos: que primero nos tenemos que poner nosotros la máscara de oxígeno y después, ponérsela a los demás. Un gran consejo para el gran vuelo que supone la vida.