Este fin de semana ha sido completito, uno de esos fines de semana que me hacen pensar que, de tener otro hijo, llegaría al domingo para que me dieran los santos óleos. No obstante, este no es un sentimiento puntual. Realmente lo tengo un fin de semana de cada dos y un día sí y otro no. Pero este fin de semana ha sido especialmente intenso. Será porque ya he cumplido los 36.

De todos modos, voy a limitarme a contar la parte buena porque, si por algo estoy aquí, es para hablaros de la Cara A del Madrastrismo (realmente es una cara B por definición, pero bueno) y que todas caigáis en la misma trampa que yo. ¡Ahí voy!

Una tarde de abril (o de mayo, ya no me acuerdo) a mi querida hijastrita se le ocurrió la idea de dormir al aire libre viendo las estrellas. Le prometí que, más adelante, cuando llegase el verano, compraría una tienda de campaña pequeña y dormiríamos las dos al al aire libre en la terraza de papá (su padre supo en ese mismo instante que se me había ido completamente la pinza con lo de la tienda, pero bueno, no dijo nada).

Por eso, el viernes, tras obtener el visto bueno de papá para dormir mirando las estrellas, saltamos, bailamos y nos columpiamos más alto todavía sabiendo que esa noche íbamos a vivir una aventura. Nada hacía pensar que también viviría uno de los momentos más mágicos que me ha dado esta niña.

 

Dos deseos para dos estrellas lentísimas

Una toalla sobre el césped y una mantita porque hacía fresco fue suficiente para que nos quedásemos alucinadas mirando el cielo de Madrid que, quizás porque llevábamos esperando esta noche mucho tiempo, estaba especialmente estrellado. Su padre nos señaló cuáles eran la Osa Mayor y la Osa Menor y cuando nos iba a contar algo sobre Casiopea, mi querida hijastrita le mandó a dormir porque ese era un plan de chicas.

Así fue como nos quedamos solas, mirando al cielo hasta que vio las luces de un avión:

-¡Amiguidelas13letras, una estrella fugaz lentísima! -me dijo tapada con la manta hasta el cuello.

-Corre, ¡pide un deseo!

-Mmmm poder estar siempre con mis amigos.

-¿Con qué amigos?

-Tú, papá y…

-Vamos, mi vida, dilo… no pasa nada.

-…mamá y… ¡toda la familia!

-Claro que sí, mi amor. Vas a estar siempre con toda la familia.

-¡Otra estrella fugaz!

-¡Corre, pide otro deseo!

-Mmmm, poder estar siempre en mis dos casas.

-Claro que sí, mi amor. Siempre, siempre vas a estar en las dos casas, con papá y con mamá.

No pude evitar darle un beso con un sentimiento que nunca antes había tenido (era un cóctel de emoción, tristeza, alegría, pena, ternura… un sentimiento de protección tremendo) y decirle que sí, que seguro que las estrellas fugaces le concederían sus deseos. En ese momento me acordé de cuando el año pasado, mientras veíamos la lluvia de estrellas de San Lorenzo, y cuando solo tenía cuatro años, pidió un único deseo: «Poder estar siempre con papá y con mamá».

Durante los pocos segundos que pasaron hasta que me tapó la cabeza con la manta y se agarró fuerte a mí (como un koalita a un árbol), mientras pegaba su nariz a la mía y me decía que venía un dinosaurio, me pregunté qué estaría pasando por la cabeza de esta niña para que con cuatro y cinco años sus deseos fueran esos. Me dio tanta pena que la agarré muy fuerte y me acurruqué con ella y cuando se levantó el aire le dije: ¿nos vamos a dormir juntas a tu habitación? ¡Saco la cama de abajo y hoy dormimos juntitas! (era incapaz de separarme de ella. No quería dejarla sola en su habitación por nada del mundo).

Le entusiasmó la idea y así fue como recogimos nuestras cosas y nos fuimos a la cama. Me quedé durmiendo en la cama de abajo viendo cómo se cerraban esos ojitos tan oscuritos y prometiéndome que su padre y yo haremos todo lo que podamos para que esos dos aviones fugaces lentísimos le concedan su deseo y para que sus deseos comiencen a ser los deseos de una niña de cinco años.

Te queremos mucho, pizkitina.