Lunes. 28 de agosto. Esta madrastra vuelve al trabajo. ¡Oh, yeah!

Bueno, pues se acabó lo que se daba. Las vacaciones llegaron a su fin y con ellas pusimos también punto y aparte a una retahíla de «Jooo», «Jopéeee», «Noooo», «Que noooo», «Que he dicho que  nooo» y que han sido la BSO de estas vacaciones. Tengo que reconocer que nuestra Pequeña Dictadora se ha portado mejor que el año pasado. Bien es cierto que el verano pasado vivimos un auténtico infierno de rabietas, por lo que tampoco teníamos el listón demasiado alto, pero se nota que ha madurado y que, aunque tiene un carácter en ocasiones insoportable, hemos terminado las vacaciones con P.A., como en las notas de los ochenta.

Sería muy difícil resumir tres semanas en un post sin aburrir y, si nos seguís en Facebook, habréis visto más o menos algunas peripecias (y algunas putadillas de #SuMadreQueSoyYo, siempre ojo avizor para dar la murga con sus fantasías y paranoias que, dicho sea de paso, comienzan a divertirme porque, oye, las maracas son un incordio, pero al final te haces a ellas y dan mucho ritmo a cualquier canción). Por eso, voy a dividir el post en algunos bloques.

 

Cosas que he aprendido como madrastra

Se acabó irte a la playa todo el día solo con un bikini, una botella de agua, el pareo y el protector. Eso es cosa del pasado. Convertirte en madrastra (con un novio como el mío) implica ir a la playa como si fueras un sherpa porque, además de llevar un cargamento de cositas*, es probable que el primer día de playa, con la euforia, decida comprar una lancha de un-metro-sesenta-centímetros de largo con la que tendréis que cargar todas las vacaciones. Puede parecer una ideaca (que lo fue, porque nos lo pasamos fenomenal y nuestra Pequeña Dictadora se desternillaba de risa), pero no deja de ser logísticamente un espantajo.

Los hoteles con toboganes de colores son el infierno en la tierra, sí, pero pueden salvarte el pellejo, sobre todo si tienes una niña torbellino como la nuestra. Realmente la estampa es desoladora: decenas de padres alrededor de la zona de toboganes, tumbados y agotados en las tumbonas, mientras los niños se tiran una y otra vez por los toboganes de agua. Pero es un momento de desconexión. Por un lado, sabes que en un palmo de agua no le puede pasar nada malo; y por otro, entra en modo hámster y no para de hacer el circuito. Esto te permite estar el 90% del tiempo relajado (el 50% si, como es nuestro caso, la niña ha vuelto asilvestrada y se pasa por ahí las normas básicas de convivencia en toboganes).

Siestas con Bob. El sexo en las siestas es súper chachi, pero echarte una siesta con Bob Esponja de fondo (y la niña abducida por Calamardo) cuando llevas toda la mañana igual que Los Morancos, gritando en la playa el nombre de la niña, es lo mejor que te puede pasar en la vida. ¡Santo Bob Esponja! y ¡Santo Clan!

 

Momentos Especiales

Tengo que reconocer que sufro un Síndrome de Estocolmo brutal y que, aunque sepa que esta pispaja me ha robado mi vida de mujer liberada-liberal-libertina, estoy encantada con la situación (lo que no quita para que haya días que termine hasta las narices, por no decir un lugar más recóndito porque me he enterado de que mi madre lee el blog y tengo que contenerme en algunas cosas).

Estas vacaciones hemos tenido momentos únicos. Para empezar, me dio un recibimiento en el aeropuerto de película. Escuchándome en el vídeo me doy cuenta de que me tiene camelada y que soy una cursi de toma pan y moja, pero bueno.

Además, ha buceado por primera vez en el mar. Le ha encantado. Al principio se asustó muchísimo al verse rodeada de peces y se vino corriendo (nadando) hasta mí. Me agarró del cuello y empezó a darme patadas nerviosa, de modo que que, teniendo en cuenta que yo soy de secano, casi me ahoga. En ese momento me acordé de su madre y de toda su familia materna (no por maldecirles, sino porque pensé en lo contentos que se pondrían si me ahogaba), así que  pedí auxilio abiertamente a su padre, que vino a rescatarme. El susto se me pasó en un segundo cuando la vi subidita en la espalda  de su padre y metiendo la cabeza con sus gafas de bucear (con las que parecía La Hormiga Atómica) alucinando con lo que estaba viendo.

Su padre me dijo que había sido uno de los momentos más especiales de su vida y que nunca se le borrará la imagen de la niña debajo del agua asombrada con lo que estaba viendo. Creo que a mí tampoco se me borrará la imagen de los dos, de él señalándole los peces; y de ella, abrazada a él, metiendo la cabeza en el agua y riendo sin parar.

Además, también ha habido momentos para conversaciones más profundas, sobre todo cuando yo me enervaba con ella y despotricaba sobre tener hijos. Su padre me entendía, pero también me daba su opinión y reflexionaba sobre lo que supone tener y criar a un hijo sabiendo que es algo tuyo, reconociendo tus rasgos en él (en ella, en este caso); o me contaba que está muy feliz por haber aprovechado tanto el tiempo en el que la niña fue un bebé y haber estado tanto con ella, lo que ahora hace que, aunque le produzca nostalgia pensar en aquellos tiempos y verla crecer tan rápido, no le dé pena porque sabe que la ha criado. Además, hablaba del amor incondicional que se tiene por un hijo y que pude comprobar en numerosas ocasiones, cuando la niña nos ponía a prueba. Él siempre está ahí.

 

Otros momentos…

Como buena hija de #SuMadreQueSoyYo, nos ha dado momentos que me han puesto en el disparadero. Hemos tenido de todo. Una mañana, por ejemplo, me respondió a una pregunta tirándome un pedo a la cara (estuve sin hablarle toda la tarde y toda la noche). Me pidió mil veces perdón como quien dice «hola» o «adiós», pero me resistí. Al final conseguí un perdón verdadero y, afortunadamente, no lo ha vuelto a hacer (claro que ha pasado solo una semana).

Estos momentos se han compensado con otros, como una noche cuando, mientras le explicaba cómo utilizar las servilletas, se quedó mirándome fíjamente y me dijo: «¿Por qué eres tan guapa?», y me desarmó. Además, aunque no nos ha dejado que le hagamos ni una puñetera foto (todas son robadas), nos ha dado muy buenos momentos, como una noche en la que amenizamos el hotel bailando todo el repertorio que versionaba un violinista; o esas carreras que nos dábamos descalzas por los pasillos enmoquetados del hotel mientras su padre refunfuñaba porque hacíamos ruido; o esa tarde de chicas en la que le dimos una tregua a papá y nos subimos al ático a tomar un café con leche y una Fanta; o esa mañana pescando quisquillas y bígaros a grititos porque todo le alucinaba; o esas caritas que me ponía cuando le echaba protector; o esas carcajadas que le daban cuando su padre fingía que se caía de la barca.

 

Lo cierto es que, aunque esta niña nuestra me haya sacado de mis casillas, me da una pena terrible que terminen las vacaciones. Casi tanta como me dio el sábado dejar a mi Pequeña Dictadora triste y volver a Madrid. Casi tantísima como me dio despedir a mi chico en la estación (cada vez que me despido de él, aunque sea para dos días, me doy cuenta de que cada vez le quiero más).

 

Pues eso, que hace 48 horas que no les veo.

Pues eso, que me parece mentira que volvemos a estar los tres juntos.

Pues eso, que es lunes. 28 de agosto.

 

 

*Nuestro cargamento de cositas: El primer día llegamos a la playa con tres toallas, un cubito de Vaiana (con su pala y rastrillo), un paquete de tortitas, una botella de agua de dos litros, una bolsa de patatas, los protectores, los bañadores de la niña, móviles, chanclas, pareos, toallitas, peines, protector para el pelo, las pastillas de la cistitis (por si acaso), la gorrita de la niña, el paracetamol… y la niña, claro, que estaba excitadísima y no paraba de saltar.