Mi chico, de vez en cuando, viaja por trabajo y siempre cierra los viajes para los días que no está con la peque. Sin embargo, ayer tuvo que viajar en el día que nos tocaba, por lo que hicimos una fiesta de pijamas cuyo plato fuerte fue dormir juntas en la cama de Papá.

Era la primera vez que dormíamos solas,  que no juntas, pero bien es cierto que siempre que hemos dormido juntas hemos dormido los tres. Ayer era diferente: teníamos la cama para nosotras dos solas.

Después de leerle el cuento de La niña menguante y la escalera mágica se puso un pelín existencialista. Y si el otro día me decía que le pegaba patadas y puñetazos, anoche me decía que me quería a rabiar. Podría pensar que la incoherencia la ha heredado de su madre, pero lo cierto es que, aunque trates de maquillar los sentimientos de un niño, estos siempre terminan saliendo a la luz. Y en este caso son buenos.

El tema es que me daba unos abrazos con un cariño que me dejaba patidifusa. Y me soltaba unos tequieros que a punto estuve de ceder y darle el bombón que llevaba pidiéndome toda la tarde. Antes de dormirse me dijo que me quería mucho mucho.

-Y yo a ti, bonita. Y papá y mamá también te quieren un montón. Todos te queremos mucho.

-Y yo quiero estar contigo toda la vida.

En ese momento casi me dio un síncope por amor y terror. Por amor porque hay pocas cosas más bonitas que pueda decirte una hijastra; y por terror porque miré al futuro, a «toda la vida», y por un momento se me hizo bola pensar que tenga que convivir con su madre hasta el fin de sus o mis días (porque esto no tiene pinta de parar a los dieciocho). No obstante la dejé durmiendo más feliz que una perdiz.

 

Dormir con una hijastra traidora

Tras un rato me fui a la cama con ella y, cuando llegué, me la encontré en el medio diciendo: «Aquí estoy yo». No entendía cómo era posible que un monito ocupara de punta a punta una cama de 1.80 m.

La tapé y me metí como pude, intentando conquistar hueco de forma silenciosa. Cuando ya estaba lista para cerrar los ojos sentí que me entraba un frío helador por los riñones. Aquí la amiga había levantado las piernas y sostenía las sábanas con las rodillas. Le bajé las rodillas y la tapé hasta el cuello. No había terminado cuando me metió un codazo en el labio. La miré con odio, pero vi esa nariz llena de moquetes resecos y supe que era la niña más bonita del mundo. Así que, tras taparla dos veces más en dos minutos, hice un apaño para remeter las sábanas y dejarla atrapada en el edredón, como Tutankamon, para toda la noche.

Me sentía victoriosa hasta que se giró hacia mi lado, a un centímetro de mi nariz, me cogió la mano y se la pegó al pecho para que no me escapara. Abrió los  ojos, me sonrió y se quedó dormida de nuevo. Era la primera vez que escuchaba los latidos de su corazón.

Me dieron ganas de llorar (llevo un mes algo sensible), pero mis lágrimas debían estar flipando como yo y pasaron de salir. Notaba sus latidos, rápidos: Pum, pum, pum, pum. Y escuchaba su respiración, que caía en mi cara. Notaba su calor y olía su pelo.

En medio de este momento tan azucarado, tuve un pensamiento muy prosaico y me pregunté cómo era posible que su ropa siempre oliera siempre tan diferente, tan a ella, si la lavamos con el mismo detergente y suavizante que la nuestra. No lo supe, pero la respiraba. Le respiraba el pijama, el pelo, la piel…

Me quedé durmiendo pegada a ella, y a su pijama-mono de coralina, pensando que no quería despegarme y que cómo era posible que quisiera tanto a esta niña. Afortunadamente, alguien, quizás dios, tuvo a bien ponerme los pies en el suelo y, unos minutos después, se dio la vuelta y cuando fui a abrazarla me tiró un pedo, señal que yo interpreté como que las madrastras tenemos que querer, pero lo justo y sin pasarnos. Así que tomé nota, me di la vuelta y dormimos cada una por nuestro lado.

Esta mañana estaba preciosa al despertarse, pero en cuanto ha abierto los ojos me ha despertado con un empujón, por si acaso había bajado la guardia de nuevo.