Si hay un misterio mayor que cómo se construyeron las pirámides de Egipto o dónde estuvo Atlántida, es qué diantres pasa con toda esa ropa que compra el no custodio y que nunca más vuelve a casa.

Hoy os voy a hablar del Misterio de las Camisetas Interiores, un misterio que bien podría ser el Misterio de los Pantalones de Chándal, pero que lo vamos a dejar en el Misterio de las Camisetas Interiores porque en este misterio conviven cuatro.

Como bien sabéis, la parte custodia, en este caso «la titular de la guarda y custodia, que es su madre» (que es como se autodenomina antes de abrir debates estériles), debe ser la encargada de proporcionar la ropa que diariamente use la niña. Entre otras cuestiones, la pensión está ideada para eso y, se supone, que debe surtir de ropa de diario, fines de semana y vacaciones a la parte no custodia. Huelga decir que esto rara vez ocurre y, siempre que tengo la oportunidad y pregunto a alguna parte no custodia, obtengo la misma respuesta: ese intercambio de ropa nunca se produce. Es más, parece ser que es un caso perdido.

El caso es que, desde hace tres años, venimos comprando ropa a gogó para el día a día de la niña. Ropa para el cole que, cuando llega a casa de la madre, nunca más vuelve a ver la luz del sol. Me refiero principalmente a pantalones que es normal que los niños los traigan rotos. Recuerdo que, en Segundo de Infantil, mi pacientísima pareja sentimental llegó a comprar doce pantalones de chándal, todos ellos con billete de ida. De vuelta traía los rotos.

 

El indescifrable misterio de las camisetas interiores

La cuestión, que hasta entonces no era en absoluto un misterio, se tornó indescifrable cuando el año pasado yo misma, harta de que la niña viniese sin camisetas interiores en pleno invierno, le compré un par. Dos camisetitas con felpilla por dentro y calentitas que, conforme llegaron a tierra enemiga, debieron caer en una agujero negro para continuar, como venía siendo habitual, poniéndole camisetita de tirantes de caladitos porque, oye, para eso su madre es del interior de Castilla y los genes del frío están a prueba de bombas.

Sin embargo, cuál fue mi sorpresa cuando en junio del año pasado, a punto de morir las chicharras y con la canícula previsitando la capital, vamos a recogerla al cole y me encuentro a la niña con la camiseta interior y su felpilla correspondiente. Tenía la cara como un tomate, el moñito que le había hecho su madre se desmayaba en lo alto de su cabeza; y, al borde de la lipotimia, nos pedía ir a casa para ponerla fresquita. Su padre y yo, que todavía no dábamos crédito a lo que estábamos viendo (algo que no me explico porque el año anterior había hecho exactamente lo mismo, pero el cerebro tiende a olvidar para sobrevivir), volvimos a comprobar lo que tantas veces pensamos: que con esta señora nada tiene por qué tener sentido.

Pero pasó el verano, y con él la época de la camiseta de felpa, y un año más volvimos a encarar el otoño con resignación. Cuál fue mi sorpresa cuando llegó el invierno y, con él, comenzamos a ver las camisetas interiores talla 4-5 que le habíamos comprado el año anterior y que ya eran una talla más pequeña de lo que correspondía en aquel momento. Pensando que había venido el Señor a vernos y, como una buena madrastra alienada (digo esto porque el otro día me enteré, gracias a Lucía Etxebarria, que si te preocupas por los hijos de tu pareja es porque eres una alienada), me fui al Hipercor a comprar otro pack de camisetitas interiores con felpilla de talla 6-7 para evitar que llevara los riñones al aire. Bien es cierto que de esto tiene que encargarse su madre, pero yo, que soy como la Agrado, he venido al mundo para agradar la vida a los demás y le compré las camisetas.

Se las pusimos con recelo, para qué lo vamos a negar, y durante unos días estuvimos esperando la llegada de la niña y de las camisetas conteniendo la respiración (esto es en sentido figurado, a ver si vais a pensar que estamos tarados. Es solo para darle emoción a la historia). Sin embargo, poco a poco, el vestuario de la niña comenzó a sufrir variaciones: durante unos días comenzó a venir intermitentemente con las camisetas del año anterior (4-5), que le dejaban media tripita fuera como si fuera una Mamachicho, y le hacían lucir una manguita francesa que le incomodaba; y tras dos semanas, las camisetas interiores de este año (6-7) habían desaparecido completamente.

Así lleva unas semanas (quizás las semanas más frías que se recuerdan en Madrid desde la Guerra Civil), pero he de decir que estoy tranquila porque sé que las camisetas de este año, las de 6-7, están a buen recaudo. Es más, sé que volveré a verlas hacia mediados de junio, cuando el sol que acecha Madrid por esa época esté haciendo de las suyas. Pero todavía sé más, sé que tendré una oportunidad de volver a verlas unos días más, cuando empiece el invierno, vuelva a ponérselas y, de esa forma tan sibilina, nos diga: “Ey, pringaos, es hora de que renovéis las camisetas interiores, que ya tengo el cajón listo para guardarlas hasta el verano que las saque de oreo”. Es más, sé que si me lo curro, volveré a vérselas dentro de tres años. Todo es cuestión de esperar y no desesperar.