Hace unas tardes mi chico me sorprendió con un: «Vamos a quedar con Juan y Rosa». Me puse más contenta que unas castañuelas porque vi ante mí un par de gins. Pero cuál fue mi sorpresa cuando la conversación no siguió los derroteros que yo esperaba:

-¿Dónde hemos quedado?

-En un parque de bolas.

¡Mierda!

El parque de bolas: el peor plan ever

El parque de bolas es el infierno en la tierra, igual que los hoteles con zonas de toboganes de agua para niños. Si estás pensando en ir a un hotel y ves que tiene una zona de piscinas con tucanes y vacas, huye. Sin embargo, como todo en esta vida, tiene sus cosas buenas.

Lo cierto es que, el otro día no pintaba demasiado excitante, al menos de excitación chachi. Para empezar, nuestra #PequeñaDictadora se empeñó en tomarse un batido de chocolate en el coche. Yo, como buena madrastra, veía cierto peligro en la pajita, pero como la niña no es mía, me puse en plan pasota. Y, como su padre no dijo nada, yo tampoco quise crear un cisma (porque cuando tienes niños las guerras nucleares se crean con facilidad). Pero claro, su padre no es Dios y hay veces que se despista, por eso me quedé sin sangre en las venas cuando detrás de mí oí su vocecita diciendo:

-Se me ha caído. Se me ha caído el batido.

Volví la cabeza con estupores y temblores y, efectivamente. La  tarde del parque de bolas comenzaba con un festival de toallitas húmedas en la M-30 para intentar limpiarle la ropa, toda blanca como una paloma, que diría mi madre.

¡Maldito madrastrismo, pensé!

 

Tetas, chuches, gritos y mocos

Llegamos a un parque de bolas de la zona de Pirámides entusiasmados. Al menos yo, que tenía claro que, por lo civil o por lo criminal, me iba a tomar un gintonic. Cuál fue mi sorpresa cuando entré en el parque de bolas y me encontré a tres madres dando el pecho a los niños en plan mesa camilla. 17 niños correteando. 14 adultos, entre madres y padres, correteando detrás de los niños para quitarles los mocos a los suyos y a los tres de las lactantes. Y farolillos, muchos farolillos. Celebraban un cumpleaños.

Sonreí. Sonreí porque si algo aprendí de la película de Pablito Calvo «Mi tío Jacinto» (1956) es que en esta vida, cuando se quiere algo, hay que sonreír. Y yo quería un gintonic. Así que sonreí con ganas. Pero cuál fue mi desilusión cuando, tras dejar a las niñas desfogándose en la piscina de bolas, me acerqué a la «barra» y me dijeron que no, que no servían alcohol. Se me llenaron los ojos de lágrimas perladas como un muñeco manga. Estuve a punto de amargarme y autoboicotearme la tarde (como si fuera #SuMadreQueSoyYo cuando está maquinando algún plan) pidiendo un Bitter Kas, pero opté por un café con leche.

-¿Descafeinado?

-Sí, por favor, que estoy dando de mamar– Quise mimetizarme con el ambiente como un camaleón.

La tarde siguió su curso normal: las niñas venían cada tres segundos sudando a darnos un beso a las mamis y papis, beber agua y volver al infierno de las bolas. Las madres lactantes dejaron de lactar; yo estaba inmersa, como conversanta pasiva, en una charla sobre piojos con la que empezó a picarme del perineo al yunque; y los 17 niños, que ya hacían el ruido de 37, entraron en rebelión.

Sinceramente, creía que la cosa no podía ir a peor hasta que, de repente, sonó la canción de Parchís de «Cumpleaños feliz» y los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas de nuevo, como un muñeco manga, de nuevo. Creo que se debía a la frustración. Sonreí, salí al paso con un: «Ea, a mí esta canción siempre me emociona», y bebí descafeinado.

 

Existencialismo de bolas

Como nos lo estábamos pasando fenomenal, claramente, aguantamos hasta que nos echaron. Y a las 20.00 h. pusimos rumbo a cenar. Mientras  la mujer del amigo de mi chico me contaba el miedo que le daba que la niña cogiera piojos y me hacía una relación de productos preventivos, yo miraba con nostalgia al pasado: ese pasado en el que me pasaba las tardes del sábado ganduleando por Malasaña, en cafés de moderneo y de postureo (en los que pagas 4 euros por un cortado). Y me preguntaba qué hacía yo ahí, hablando de mocos, de piojos, desmigajando la milanesa y llevando a la niña a hacer pis y caca antes del aperitivo y antes del postre solo porque está entregada al turismo del Toilette. 

Por un momento, y una vez más* tuve un acceso de salir corriendo, pero decidí quedarme. Decidí hacerlo porque, por un lado, en el fondo, lo paso bien con estas cosas aunque esté gruñendo; y por otro, porque el descafeinado con leche me había puesto un mal cuerpo terrible y necesitaba tomar algo a ver si se me pasaba.

Como un día me dijo mi chico sobre mi condición de madrastra: «¿Qué creías, que esto iba a ser Jauja?». Nada más lejos…

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