Una de las cosas que más me ha sorprendido durante todo este proceso es la poca empatía que tenemos los adultos con la salud mental de los niños que están atrapados en un divorcio conflictivo y sufren conflicto de lealtades o son víctimas de interferencia parental. Es verdad eso de que «los padres se separan, los niños no», pero esto, en muchas ocasiones, es solo una teoría y los niños se convierten en una barricada dentro de esta guerra.

Las exigencias a los niños víctimas de interferencia parental o conflicto de lealtades

Muchas veces, cuando cuento algunas de las cosas cotidianas que nos ocurren, la gente me dice cosas como:

-Ya tiene edad para que le preguntéis por qué se comporta así.

-Ya tiene edad para que vea que su comportamiento tiene consecuencias…

Cuando leo estas cosas, compruebo que es muy difícil entender o acercarse desde fuera a lo que supone convivir con un niño que está viviendo una situación así. En parte porque nos resulta doloroso e incomprensible. Pero, al mismo tiempo, me sorprende cómo nos resulta tan difícil empatizar con ellos. Quizás sea porque, desde nuestra burbuja de adultos, hace tiempo que dejamos atrás lo que significa ser un niño.

No me cabe duda que a nadie se le ocurriría cuestionar el comportamiento de una mujer maltratada. Nadie le echaría en cara que vuelva con su maltratador a pesar de lo que le hace. Nadie le afearía que no cogiera a sus hijos y saliera corriendo, ni le haría sentir una cobarde por ello. Todos entendemos el miedo que puede sentir; la dependencia; la vergüenza; la incertidumbre… Todos empatizamos con el proceso y sentimiento de una mujer maltratada.

Tampoco se nos ocurriría exigir que siga adelante a una madre que ha perdido a su hijo. Empatizaríamos con ella, comprenderíamos su dolor, y la acompañaríamos en ese proceso tan doloroso de «superar» su muerte. Y no le afearíamos conductas, altibajos ni desaires. Sino que la comprenderíamos.

Pero, ¿qué pasa con los niños que son víctimas de alienación parental, interferencia parental o que sienten un rechazo injustificado por uno de sus progenitores? ¿Qué pasa con los niños que sufren un conflicto de lealtades?

Que les exigimos que, desde su cabecita de 8, 9, 10 años den un golpe en la mesa.

Que nos creemos con el derecho de pedirles que se enfrenten al otro.

Que nos cabreamos cada vez que llamamos por teléfono y nos responden con un hilo de voz o simplemente quieren cortar rápido porque, desde nuestra burbuja de adultos egocéntricos, no entendemos que no es que no quieran hablar con nosotros cuando con la otra parte siempre lo hacen, sino que no se atreven. O efectivamente, que no quieren hablar por lo que eso implica en su pequeño y destrozado mundo.

Empatizar con los niños víctimas de un divorcio conflictivo

Según la psicóloga que está tratando a mi hijastra, la peque da por asegurado el amor de su padre, pero no el de su madre. Al parecer, siente que su padre le va a querer siempre y en cualquier circunstancia mientras que su madre solo la va a querer si le demuestra que rechaza a su padre. Ante esta situación, su elección desde su cabecita de 9 años es clara: asegurarse el amor de su madre porque, ¿qué niño puede sobrevivir si no es sintiendo el amor incondicional de sus padres? Y ahí comienza su gymkana de supervivencia.

Creo que no hace falta hacer un ejercicio exacerbado para retrotraernos a nuestra infancia y comprender lo que significaban nuestros padres para nosotros. Y sobre todo, los sentimientos que nos producía la idea de poder perderlos o elegir a uno de los dos. Yo recuerdo lo que me recorría el cuerpo cada vez que algún graciosillo me preguntaba eso de:

-¿A quién quieres más? ¿A mamá o a papá?

Y tenía a mamá y a papá pendientes de mi respuesta y diciendo: «No, a los dos no puede ser, tienes que elegir» (obviamente en un contexto diferente). Me resultaba muy incómodo. Así que imagino lo que puede suponer para un niño tener que elegir en serio; tener que rechazar frontalmente a uno de ellos; tener que decir que no a uno para que el otro no se enfade; tener que ocultarle a uno sus sentimientos ante el otro…

Sin embargo, desde nuestra burbuja de adultos que ya no tenemos una dependencia absoluta de nuestros padres a ningún nivel para sobrevivir, exigimos que los niños lo hagan.

Esto no lo escribo para abroncar a nadie ni echar nada en cara. Yo soy la primera, y mi marido lo sabe, que estalla. La frustración me hace muchas veces desahogarme con él y gritar y llorar y decirle si la peque debería hacer esto o aquello. Y él, desde el amor que solo puede sentir un padre por un hijo y desde el dolor que le acompaña todos estos años, siempre me dice lo mismo:

-No olvides que la mayor víctima es ella. No tiene la culpa. Bastante tiene.

Anoche, cuando la llamamos por teléfono y casi no le salía la voz; y escuchábamos a su madre al lado, intentando despistarla; y a ella, intentando cortar, muy seria, pero quedándose expectante cuando oía a su hermano, con el que no tiene permiso emocional para hablar, me di cuenta de que no tenemos derecho a exigirle nada. No tenemos derecho a ser un martillo más; una piedra más en su camino.

Es solo una niña y si, siendo adultos, muchas veces somos incapaces de hacer frente a situaciones de maltrato, no podemos esperar y, mucho menos exigir, que un niño lo haga. ¿O acaso alguno de nosotros lo habríamos hecho?