“Una cosa es la Justicia y otra el Derecho”, me dijo hace unos años una amiga abogada. Me lo dijo mientras yo intentaba entender por qué las cosas eran a veces tan injustas.

Esta semana comenzamos un proceso que llevamos esperando mucho tiempo, casi tres años. Hemos tenido que esperar mucho para llegar a este punto. “Esperar” significa, en este caso, “desesperar”. Primero, porque tienes que esperar a demostrar que eres inocente (hay veces en que uno es inocente hasta que se demuestra lo contrario y otras en las que uno es culpable hasta que se demuestra lo contrario. A nosotros nos ha tocado la perversión de la segunda). Después, porque durante el proceso tienes la sensación de ir andando sobre un campo de minas antipersona. El día que no explota una, explota otra. Y, aunque sientes alivio al comprobar que la última no te ha dejado tocado ni tampoco hundido (solo dolorido), no dejas de sentir miedo porque sabes que la siguiente está cerca.

Hemos estado casi tres años caminando por lo que llaman la bala de plata en los divorcios contenciosos con hijos. Sabiendo que la exmujer de mi pareja le acusaba de lo peor que se puede acusar a un padre. Sabiendo que podíamos perder a la niña en cualquier momento. Sabiendo que para llevar adelante esa treta también se estaban vulnerando sistemáticamente los derechos de una menor. Sabiendo que la contraparte iba sin compasión, sin norte, sin escrúpulos ni aprensión; y lo que es peor, sin cordura. Sabiendo que difícilmente íbamos a poder entender por qué hacía eso, ya no a nosotros, sino a su propia hija.

Pero seguíamos caminando. Caminábamos, al menos yo, con la mente puesta en esa frase que nos dijo un funcionario de un Juzgado de Plaza Castilla: “Espero que cuando esto pase, denuncie usted a su mujer sin pensárselo”. Me agarraba a eso como si las palabras de ese señor, incrédulo ante la situación, fueran a tener algún peso en el proceso. Pero hay ocasiones en las que la desesperación hace que te agarres a cualquier cosa. En eso se basa la esperanza y, por tanto, la supervivencia.

“Nadie sabe lo que es esto. Bueno, supongo que habrá gente que lo sepa, solo espero que sea poca”. Esto es lo que me dijo mi chico en una ocasión, cuando todavía no había salido la el auto del Juzgado de Instrucción, cuando todavía no sabíamos si se quedaría en unas vistas; o creerían una mínima parte de lo que esta señora decía y habría juicio. A esas alturas yo ya tenía el estómago revuelto de leer declaraciones repugnantes, informes descorazonadores de psicólogas de parte a cada cual más extraña; informes forenses del juzgado que nos exculpaban, que nos mostraban lo que, en realidad, estaba ocurriendo (que te revelan que todo es peor de lo que intuyes o sospechas, lo revelan con cosas que te encogen el corazón a la vez que te descomponen el cuerpo). Y estaba agotada. Estaba agotada y no era yo la que podía sentarse ante un juez acusada de algo tan horrible. Y no era yo la que corría el riesgo de perder lo que más quería en el mundo, aunque me dolía como si lo fuera.

Por eso, el día que te llega el auto que dice Sobreseimiento, no puedes evitar llorar. Y saltas y gritas de alegría. Y das vueltas por la casa sin saber qué hacer. Y lloras, lloras mucho, nadie sabe cuánto. Y te quitas un peso enorme de encima. Bien es cierto que lo haces por poco tiempo porque sabes que queda el recurso a la Audiencia, y que irá a por él, pero cuando se tiene la suerte de contar con un auto tan bien fundamentado como el que nosotros teníamos, el recurso solo es el último rugido de un animal, en este caso un monstruo, moribundo. Y sí, cuando muchos-eternos-meses después llegan de nuevo las catorce letras de la palabra Sobreseimiento, en este caso de la Audiencia Provincial, se hace el silencio. Y tras las lágrimas de alegría, de impotencia y de tranquilidad; tras los mensajes a tu familia en los que les dices que todo se ha terminado, queda eso: el Silencio. El silencio y la búsqueda de Justicia.

Esta semana comenzamos ese viaje de vuelta: un viaje en el que buscamos Justicia y reparación. Lo iniciamos sin afán de venganza, y con mucha pena, porque quien está al otro lado, y quien en esta ocasión se sentará en el banquillo de los acusados, es la madre de su hija. Y, al contrario que los de ella, los valores morales que este padre tiene para con su hija y para con la madre de esta, siguen intactos, haya pasado lo que haya pasado; haya hecho lo que le haya hecho; y siga haciendo lo que sigue haciendo.

Y porque en casos tan horribles, repugnantes y miserables como el que hemos vivido, la calidad humana y los valores deben estar más que nunca por encima de cualquier satisfacción personal. Porque, tras estas situaciones, es muy fácil dejarte llevar por las pasiones y terminar siendo como el otro; y porque, en definitiva, la Justicia solo es Justicia si está exenta de venganza.

Esta semana empezamos ese viaje. Y lo hacemos con esperanza de que, en este caso, Justicia y Derecho vayan de la mano.