Los accidentes domésticos, que es algo inherente a la niñez, se convierten en un dolor de cabeza cuando estás en un divorcio contencioso. En nuestro caso, más que un dolor de cabeza es un migrañón.

El otro día, mientras mi hijastrita se columpiaba y yo estaba en un brete por si se caía sobre la superficie amortiguada-con-goma del parque de nuestra urbanización, la madre de Nerea y Lucas me dijo:

El año pasado Lucas se cayó desde lo alto del tobogán. Mira que es bajito, pero cayó mal y se rompió el codo. Lo tuvieron que operar, dos días en el hospital…

Conforme me lo contaba empezaron a salirme sudores. Si le ocurre eso a la niña estando con nosotros, #SuMadreQueSoyYo moviliza a los servicios sociales de la Comunidad de Madrid y autonomías conlindantes.

Así quedó el tema y, en cuanto tuve oportunidad, le dije a la niña que dos vaivenes más en el columpio y a casa, que había que leer, bañarse y cenar, y era una zona libre de peligros.

 

Accidentes domésticos e hijastritos

Los accidentes domésticos y los niños están íntimamente relacionados. De hecho, algunos niños, si son muy traviesos, los atraen. Lo tocan todo, lo husmean todo, no ven el peligro… y ahí tienes que estar para evitar que se partan la crisma. En el caso de los hijastros es distinto porque no tienes que estar ahí para evitar que se partan la crisma, sino para evitar que se hagan un leve rasguño.

El caso es que nos subimos a casa y, mientras preparaba el baño, la niña salió a la terraza.

-Ten cuidado
-Sí!
-Ten cuidado por dios
-Que sí…

 

Me sentía como una gili, pero nunca es suficiente. Y por eso, porque nunca es suficiente… el accidente doméstico llegó.

La desgracia tuvo a bien que se cayera y se hiciera un corte en la rodilla. Entró llorando y gritando como si la mataran. Yo entré en shock. Intentaba ver qué había pasado, pero no me dejaba. Dudaba entre ponerme a chillar como ella (que era lo que me apetecía) o actuar con calma, que fue lo que hice. Con lo aprensiva que es, no sabía muy bien si era un rasguño de nada o estaba corriéndole el líquido sinovial pata abajo.

Es difícil explicar lo que sentía en ese momento. Estaba sola en casa con ella y todas las posibles cochinadas que pudieran desencadenarse a raíz de ese accidente se me pasaron por la cabeza. Tenía miedo. Terror. Pavor. Intentaba pensar que quizás podría dar marcha atrás y no dejarle por nada del mundo salir a ese terreno tan peligroso como una terraza.

El caso es que, de repente, se me encendió la bombilla:

-Si sigues llorando, no voy a poder pintarte los labios.

Se hizo el silencio. Abrió los ojos. Perplejidad. Desencanto.

-¿No? -me dijo con un moco asomando y la cara llena de lágrimas
-No. ¿Cómo te voy a pintar los labios si estás llorando? Necesito que tengas la boca quieta y cerrada.

 

Mi táctica había funcionado. Nos fuimos al baño y le pinté los labios, pero no iba a ser en balde.

-Tú también… -me dijo. Y una nariz de gatito. Y a mí también. Y unos bigotes… ¡Y pestañas de gatito!

 

Yo, solícita, estaba ante mi pequeña dictadora haciendo todo lo que pedía. Cogí el knöl de ojos y nos pintamos sendas narices, bigotes y pestañas. Y, cuando ya estábamos totalmente disfrazadas, me dio la estacada.

-¿Nos vestimos de Frozen y nos vamos a dar un paseo?
-¿Ahora? No, no, no… ¡es tardísimo!
-Sí, ahora… pero pintadas y vestidas de Frozen.

No sé cómo terminé paseando por la calle con la cara pintada de gato (en la nariz, un corazón) y con una peluca rubia. La gente miraba, pero no importaba. Ella iba feliz con su rodilla abierta y viendo que íbamos haciendo el canelo.

Aproveché el paseo para pasar por una farmacia donde sé que hay una dependienta con el pelo larguísimo rollo Frozen también (es que a mi hijastrita le encanta) para que le vieran la rodilla y si la brecha había llegado al hueso. Obviamente no, era una herida, pero sin más.

En mi desesperación, intenté hablar con la FrozenFarmaceútica:

-Mi amor, vete para allá, a ver si te gusta algo -le dije para despistar.
-¿Tú crees que es grave? Es que soy la novia de su padre y mañana cuando la vea su madre me va a pulir.
-¡Qué va! Es una heridita. De todos modos, ponle esto y verás como mañana ya lo empieza a tener cicatrizado.

Volvimos a casa con nuestras tiritas y el ungüento dispuestas a curar la herida. El disgusto le había abierto el apetito:

-¡Quiero cenar perrito caliente!

Aunque mi intención era ponerle crema de verduras, decidí cambiar mis planes.

Montamos un numerito para limpiarle la herida y ponerle las tiritas de Frozen, pero se comió el perrito con avidez. Después nos fuimos a dormir las dos juntas y ya en la cama me dijo:

-Hoy estoy muy feliz porque dormimos juntas y porque te quiero

Y me puse a llorar en cuanto apagué la luz. Estuve toda la noche sin pegar los ojos, con un sentimiento de culpa brutal. Con miedo. Con desazón. Con pavor. Pensaba en su padre, y en todo lo que tiene que hacer frente y ahora una complicación más. Él me decía que era una bobada, pero yo no podía evitarlo.

Puede que lo veáis exagerado, pero lo que es una caída normal, un accidente que puede pasarle a cualquier niño, en nuestro caso es una oportunidad para generar un nuevo conflicto, para acusarte de que no le cuidas tan bien como ella, de que le abandonas con la novia, de que no le proporcionas el auxilio médico necesario, de que le expones a peligros… De todo lo que podáis imaginar.

Durmió de fábula.

 

El drama de los Niños/Hijastros Burbuja

Al final, todo este miedo a lo que pueda ocurrir, a los conflictos que deriven y a las «consecuencias», termina siendo muy perverso porque tenemos una niña hiperprotegida, una niña burbuja. En casa de la madre está súper protegida y en la nuestra tiene que estarlo si no queremos tener movidas. Al final, eso redunda negativamente en la peque.

Esta niña no se puede caer, no se puede hacer una brecha… tiene que estar intacta. Así pasa, que tiene miedo a aprender a ir sin ruedines, que no se atreve a descubrir cosas nuevas, que necesita darme la mano para ir de la cocina al baño a hacer pis…

A veces, viendo esto, recuerdo mi infancia y no entiendo cómo mis amigos y yo conseguimos sobrevivir en los años 80 en un pueblo, cuando salíamos del cole y nos íbamos a jugar a la plaza; o nos íbamos en primavera a los almendros con un bocata de tomate y aceite de oliva a coger flores y almendras verdes; o volvíamos a casa con las rodillas llenas de puparrones infectados porque habíamos hecho una competi de a ver qué bici baja más rápido la cuesta del cole.

Eso ahora es impensable, y desde mi perspectiva de madrastra, totalmente imposible. Una pupa y terminas en Navalcarnero. Un rasguño mínimo y quedará registrado en el Excel a sacar para seguir justificando la custodia exclusiva. Es triste. Triste y asqueroso.

Y así vamos criando a los niños. Niños sin pupas, sí, pero niños cautivos y temerosos.